Hay aniversarios que nos gustaría no tener que celebrar nunca. Hoy se cumple uno de ellos pues hace 10 años ETA asesinaba a sangre fría y a la puerta de su casa al periodista José Luis López de Lacalle, cuando volvía de comprar el pan y los periódicos a primera hora de una mañana lluviosa.

«José Luis López de Lacalle, entrañable amigo, hermano, era un hombre bueno, un hombre libre, un hombre culto, un lector infatigable, y en su columna semanal expresaba su pensamiento desde la bondad, la libertad y el sano juicio que su sólida formación le proporcionabano era sólo un buen periodista y un defensor de la democracia desde los tiempos el franquismo», así le describía Raúl Guerra Garrido en el artículo Escribir es llorar la muerte de un amigo, publicado el día después de su asesinato en el diario El Mundo.

Para mantener viva su memoria, la editorial La Esfera de los Libros publica La niebla y el trasluz: escritos de un hombre de acción, una recopilación de las columnas de José Luis López  publicaba en el diario El Mundo. Su epílogo es Un Corto Viaje hacia la muerte, relato breve en el que nuestro autor relata su inquietante trayecto desde San Sebastián hasta Andoain donde le espera el cadáver de su amigo.

Un corto viaje hacia la muerte.

17/11/2000 EL MUNDO

Han matado a José Luis.

A las once de la mañana de un domingo los reflejos los tengo aún muy embotados. Puedo oír pero no entender todo lo que oigo y mucho menos por teléfono. Es Angel, me llama desde Zaragoza, lo acaba de oír por la radio. Mi pregunta no puede ser más estúpida:

– ¿Qué quieres decir?

En realidad, trato de torcer el curso de la historia, que se desdiga, que dé otra versión de los hechos para que el flujo de mi sangre pueda volver a circular. Cruza la ventana una gaviota y tras su estela un joven en un parapente multicolor.

– Hace media hora, a la puerta de su casa en Andoain, un tipo le ha metido cuatro tiros, dos en la cabeza y dos en el pecho.

Angel no huyó, se fue harto. Por supuesto que tuvo amenazas, ¿qué hombre de bien no las ha tenido en este país?, pero se fue harto porque quizá sea el más lúcido de todos nosotros. ¿Por qué tengo que unir mi destino a un país como este?, dijo como Agustín de Betancourt. Pero jamás se desvinculó del todo.

– ¿Dónde está?

– Tirado en la calle, en la puerta de su casa, aún no han levantado el cadáver.

Por la ventana contemplo un cielo difícilmente azul, un sol radiante y una mar calma, algo tendida, con sus mansas olas lamiendo la orilla de la playa. Cuerpos sublimes descansan en la arena. Turistas e indígenas comienzan a abarrotar el paseo marítimo. Vuela una cometa. El mundo no se detiene y ninguna mala noticia empañará el brillo de esta ciudad amedrentada pero alegre y disimuladora.

– Voy para allá.

Sin desayunar, sin limpiarme los dientes, sin casi despertarme conduzco por entre el breve y ensimismado tráfico matinal de los domingos. Pronto alcanzo la autopista y acelero con una furia que es más desahogo que urgencia, por desgracia el trance es irreversible. El viaje se aproxima a la perfección cuando ignora su destino y quizá estos quince kilómetros que separan San Sebastián de Andoain sean el más breve, sucio y perfecto de mis viajes pues no sé en busca de qué voy. De quién sí, pero ya no existe. Recuerdos de ayer mismo, ya viejos recuerdos. José Luis no conducía, en este asiento vacío de mi derecha pasó horas y horas de viajes clandestinos en plena democracia, en defensa de la libertad como cuando la democracia era un espejismo de carretera, un viaje a la ucronía. José Luis era un charlatán incorregible, horas y horas de un alfaguara verbal lúcido y ameno. Anécdotas de su lucha antifranquista. Un trabajo en Aragoa, una revista que editábamos en París sobre cuestiones de inmigración y racismo, sustentando tesis que hoy de buena o mala gana todo el mundo daría por correctas, originó la gran polémica. No éramos más de seis pero convencíamos, nunca tan pocos influimos tanto. Y de esas anécdotas a nuestra situación actual. Claro que pueden ir contra la gente del Foro, pero ¿tú crees que llegarán a matar a alguno de nosotros? En cualquier caso nada que hacer, por más precauciones que tomes siempre tienes que entrar y salir de tu casa. Por opinar no, por escribir tu opinión. ¿Sabes qué pienso? Para ellos la libertad de expresión es la libre emisión de un pensamiento esclavo. Machado. Vaya, creía que era mío. Cuesta creer que habláramos así, con tanta asepsia, casi con frivolidad, de nuestra posible pero improbable muerte.

Bordeo la cantera, atravieso por entre los edificios fabriles y penetro hacia el centro urbano en un recorrido que tantas veces hice para dejarle en su casa. Allí está, ante la puerta sin abrir, en ese ahora obsceno espacio soportalado, bajo una manta encubridora del crimen, con el paraguas rojo aún abierto y los periódicos del día, su pan de cada día, desparramados por el suelo, componiendo la más hermosa estatua yacente, símbolo de las libertades individuales, pero la más triste realidad de las posibles sobre la tierra, el pecado de Caín. El rojo fulgor de la sangre me estremece.

– ¡José Luis! Floto entre dos luces, a cámara lenta, tratando de ceñirme a tan abominable realidad. Quizá le llamara a gritos.

– ¡José Luis!

Corrí a su encuentro en busca del tacto de su fría piel para a través de la epidermis palpar su alma incandescente. De pronto, como surgida de la nada, la negra encarnación de la Parca se interpuso en mi camino. No la estampa clásica de la muerte, la del sudario beltza y la guadaña oblicua, sino la de Fantomas o alguien así, una imagen de cómic encapuchada y blandiendo un arma de guerra automática. Su índice sobre mi pecho.

Nadie puede pasar. Lo dijo con la misma entonación que el guardián de la puerta de la ley en el relato de Kafka. La rabia, la impotencia, la necia necesidad de agredir, me abalanzó sobre la muerte. Le arranqué la capucha y no encontré el hórrido vacío de los ojos albos sino un rostro desencajado por el miedo, reflejo de mi pánico. Con la máscara en la mano hice uno de los descubrimientos más importantes de mi vida. La muerte no es un ser imaginario sino la imagen de un hombre. Una imagen muy particular un millón de veces fotografiada. La muerte es un hombre asustado con un gatillo en donde engarfiar su índice. Ese dedo, señal ominosa. A ti, a ti te ha tocado. Ese dedo tocando mi pecho.

Una vez más resucita José Luis de sus cenizas. Conciliador y dialogante, se interpone entre mi vértigo y el abismo que lo provoca. Piso a fondo el acelerador, jamás he recorrido una distancia tan interminable, quizá porque me aterre el no saber qué hacer cuando estos breves kilómetros concluyan. Otra vez su torrente verbal. Claro que pueden atentar contra nosotros, pero no creo que nos maten, matar a un escritor es siempre un punto sin retorno, es la eutanasia política del credo del sicario. Desengáñate, el mesianismo integrista no repara en tales nimiedades. Bueno, tampoco uno va a arrodillarse porque le amenacen con pegarle un tiro, ¿no? Más vale recurrir al humor y le echo en cara la única mácula en su currículo de eterno militante antifranquista: cinco años de cárcel y de jefe del comité de fugas sin conseguir una evasión. Sus carcajadas son tan espléndidas como liberadoras, en cualquier contencioso siempre tienen la virtud de relajar a las partes, de aproximarlas al común factor humano. Recién jubilado va a hacer realidad una de sus grandes ilusiones, a pie el Camino de Santiago. Le enumero los para mí puntos estratégicos, la iglesia templaria de Eunate, el milagro equinoccial de San Juan de Ortega, el cruce en Frómista con el peregrinaje cívico del Canal de Castilla y sobre todo el Bierzo. El paraíso terrenal del Bierzo, mi paraíso perdido. De allí fui arrojado a la historia al alcanzar la mayoría de edad, terrible fecha y circunstancia por la que todos pasamos. El Bierzo paradisíaco, desde las cerezas que en primavera se arraciman como besos de novia, hasta los racimos de las uvas del otoño, apretados como abrazo de amigo. Arde en deseos de conocerlo. Te contaré, dice.

Bordeo la cantera, atravieso por entre los edificios fabriles y penetro en el centro urbano de Andoain, en un recorrido que tantas veces hice para dejarle en su casa. Allí está, tirado en el suelo entre esas columnas que confieren a tan obsceno espacio el aspecto de palafito, bajo una manta encubridora del crimen, con el paraguas rojo aún abierto y los periódicos del día, su pan de cada día, desparramados por el suelo. El rojo fulgor de la sangre. Un dolor que se hunde en una profunda e insospechada negritud. Duele porque no debiera haberse ido y duele porque es injusto e intolerable. Un dolor que siembra y entierra encontradas emociones.

– Le he dicho que no puede pasar.

Negra figura de hombre enmascarado. No es la muerte sino una beltza y así le llaman porque de negro viste, porque sus ojos negros refulgen en los ojales de la máscara. No me atrevo a arrancársela. No me atrevo ni a analizar mis sentimientos, sé que el mal me ha mordido y, en consecuencia, como en los relatos de vampiros, estoy de su virus contaminado: la certidumbre de que en la lucha gana quien no tiene escrúpulos. No sólo mutilan tu cuerpo sino además emponzoñan el fluir de tu conciencia. Me abismo en el vértigo de cuál habrá sido su último pensamiento, en qué pensaría al ver a aquel hijo de puta apuntándole con una magnum, un único y último instante, la felicidad del amor, la mujer, los hijos, la felicidad de la infancia, quizá la rebeldía del eterno luchador, una súplica laica, Dios mío, dame fuerzas para al menos sacudirle una patada en los cojones. Ninguna fuerza doma, ningún tiempo consume, ningún mérito iguala el nombre de la libertad. Nombre tantas veces nombrado en vano.

Aprieto el acelerador. Risueño, sentado aquí a mi derecha y sujeto por la evanescente seguridad del cinturón, José Luis me cuenta la inefable experiencia del Camino de las Estrellas. El Bierzo, el peregrino atravesando el valle paso a paso, reposando en su fronda y reconfortándose con todos sus frutos al alcance de la mano. Las cerezas, la teofonía de las cerezas, a puñados. Ningún fruto prohibido y por lo tanto árbol de la ciencia recuperable. Algún día hemos de volver juntos al paraíso, perdón, al Bierzo. Las cerezas, ¿sabes?, son mi emblema del Camino de Santiago.

Aparece el primer político y José Luis calla. Aparecen en bandadas los políticos, los intelectuales, los periodistas, todos imantados por las cámaras de televisión, y comienzan los sonoros discursos de las palabras huecas. Lamentamos. Condenamos. Exigimos.

– Han matado a José Luis.

Por oír la radio. La felicidad es no oír noticias que te conciernan, así es que mejor apagada. Dejo a mi Angel anunciador con la palabra en la boca. Cuelgo el teléfono y sin ni siquiera limpiarme los dientes abandono mi hogar. Aprieto el acelerador, ojalá este viaje sólo fuera el recuerdo de una pesadilla que nunca existió salvo en mi mundo imaginario. Por desgracia en mi ficción todo parecido con la realidad es inevitable. A ciento cuarenta mi deseo es el de ese sueño en donde corres pero no avanzas, intentas volar pero no despegas, quieres nadar y el peso de la culpa te fondea. Por desgracia, no tengo el fácil remedio de despertarme. Un insoportable sentimiento de culpabilidad, quizá hubiera podido hacer algo cuando me dijo: ¿tú crees que nos matarán a todos? Discípulos de Brecht, nos distanciábamos tanto para poder hablar de ello. Apenas hace un par de días el último apretón de manos, en la librería Lagun tras la presentación de El sueño de la historia de Jorge Edwards. Algunos de los presentes sí llevaban escolta. No quiero llegar a mi destino, nada puedo remediar y no sé si sabré enfrentarme a la indefinición de la muerte. La muerte es amarilla como el sabor del pan es una bellísima frase, mas por desgracia nada significa. Esta otra, la muerte es una muchacha rusa que oculta su anorexia, no tan poética pero también bellísima, se aproxima algo a la realidad, mas por desgracia tampoco nada significa. Después de Auschwitz, la definición de la muerte está reñida con la poesía. La muerte es una mierda, todo tú hecho mierda. Matarán a alguno de nosotros y el domingo seguirá imperturbable su marcha hacia el crepúsculo. Es tan absurda la muerte, provoca tan abyectas contradicciones, alguien necesita de un paraguas para salir a la calle a comprar la prensa y la playa se tapiza de cuerpos bronceados, bronceándose para no oír los disparos. No quiero llegar a Andoain. Las cerezas, si pudiéramos compartir un puñado de cerezas sería diferente. No quiero darles más ventajas a los infames herederos de Auschwitz. Avisto la cantera y en ella paro, dentro de sus estremecidas fauces calizas. Necesito llorar y he de hacerlo en silencio, en privado. De nada valen los gestos de dolor, la grandilocuencia hueca. El terrorista profesional desdeña el patetismo. O aún peor, de él se nutre. Jamás volveré a Andoain porque ya adivino la pintada blasfema sobre tu tumba: «José Luis, jódete». Aquí estoy, quieto mientras la pesadilla de la historia se derrumba sobre mis hombros. Procurando domeñar el miedo y con el corazón roto